En estos momentos me encuentro
estudiando en Bélgica gracias a una beca Erasmus, esas que hace unos meses
estuvieron entre la vida y la muerte. Recuerdo que unas semanas después de que
me la concedieran, hablando con mi hermana de 25 años, le comenté que tendría
que pedir el voto en el extranjero para las elecciones europeas. Ella me
respondió si eso era lo que más me preocupaba, y lo cierto es que no, pero
también era algo que rondaba mi mente.
Ni siquiera habían sido
convocadas oficialmente, pero yo sabía que podía ser una oportunidad importante
para cambiar algo. Desde que cumplí 18 años en 2011, he tenido la oportunidad
de votar en unas elecciones locales, en unas elecciones generales y en unas
elecciones autonómicas. Esta es la primera vez que votaré en unas elecciones
europeas, aunque quizás debería de hablar en pasado, ya que envié mi voto por
correo certificado el pasado viernes.
Vivo en una residencia con otros
treinta y cinco estudiantes internacionales y soy el único que hace unas
semanas se desplazó hasta el consulado para solicitar el voto por correo en los
comicios. Nadie irá a casa para hacerlo presencialmente tampoco. Lo cierto es
que no les culpo; que en la era tecnológica la única vía posible para solicitar
tu voto en unas elecciones sea desplazarte hasta la capital del país donde
resides y gastar una mañana en una cola interminable es cuanto menos
sospechoso. ¿Qué faltan: medios o interés por hacer efectivo un derecho
constitucional?.
Debo admitir que esta falta de
interés entre mis coetáneos por “la política”, como si fuera un cajón desastre
en el que cabe desde Bárcenas hasta el concejal sin sueldo de un pueblo de
nombre impronunciable, no me pilla de sorpresa. Pero todo esto no es casual, y
no es por ponerme conspiranoico, pero no me podrán negar que ese sentimiento
transmitido de padres a hijos convirtiendo la política en un tabú que no podía
ser pronunciado en público ha sido decisivo para que hoy, sistemas educativos
aparte, haya jóvenes que no sepan ni el número de diputados que tiene el
Congreso ni a qué dinastía pertenecía Adolfo Suárez.
Entiendo que quienes sufrieron
los males de una guerra y la posterior dictadura, que quienes perdieron a sus
familias por el mal uso de “la política” o quienes vieron en la transición una
oportunidad de calma tras cuarenta años de tensión no quieran hoy saber nada de
rojos, azules, verdes o amarillos. Lo malo de esto es que las generaciones que
solo hemos conocido esos tiempos en las aulas hemos heredado inconscientemente
un sentimiento de rechazo a la herramienta que rige nuestras vidas y estipula
nuestras libertades que se ha acabado convirtiendo en una carta blanca para
cuatro aprovechados que hacen y deshacen a su antojo.
Lo cierto es que el Parlamento
Europeo, ese que desde el Mediterráneo parece tan lejano, es la institución que
más incide en nuestra vida diaria, más incluso que nuestro ayuntamiento. Desde
Europa llegan las directrices para diseñar, aplicar o eliminar políticas que
nosotros pensamos que salen de nuestros gobiernos, centrales o autonómicos,
pero lo cierto es que no; en infinidad de materias la “sede de nuestra
soberanía” no es más que una rueda de transmisión de órdenes que vienen desde
un poco más arriba. Y luego nos pasa que entre el desinterés natural y el
desinterés provocado, parece que desde Europa se gobierna para los europeos
pero de espaldas a estos.
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