lunes, 19 de mayo de 2014

25M: La juventud desmovilizada

En estos momentos me encuentro estudiando en Bélgica gracias a una beca Erasmus, esas que hace unos meses estuvieron entre la vida y la muerte. Recuerdo que unas semanas después de que me la concedieran, hablando con mi hermana de 25 años, le comenté que tendría que pedir el voto en el extranjero para las elecciones europeas. Ella me respondió si eso era lo que más me preocupaba, y lo cierto es que no, pero también era algo que rondaba mi mente.

Ni siquiera habían sido convocadas oficialmente, pero yo sabía que podía ser una oportunidad importante para cambiar algo. Desde que cumplí 18 años en 2011, he tenido la oportunidad de votar en unas elecciones locales, en unas elecciones generales y en unas elecciones autonómicas. Esta es la primera vez que votaré en unas elecciones europeas, aunque quizás debería de hablar en pasado, ya que envié mi voto por correo certificado el pasado viernes.

Vivo en una residencia con otros treinta y cinco estudiantes internacionales y soy el único que hace unas semanas se desplazó hasta el consulado para solicitar el voto por correo en los comicios. Nadie irá a casa para hacerlo presencialmente tampoco. Lo cierto es que no les culpo; que en la era tecnológica la única vía posible para solicitar tu voto en unas elecciones sea desplazarte hasta la capital del país donde resides y gastar una mañana en una cola interminable es cuanto menos sospechoso. ¿Qué faltan: medios o interés por hacer efectivo un derecho constitucional?.

Debo admitir que esta falta de interés entre mis coetáneos por “la política”, como si fuera un cajón desastre en el que cabe desde Bárcenas hasta el concejal sin sueldo de un pueblo de nombre impronunciable, no me pilla de sorpresa. Pero todo esto no es casual, y no es por ponerme conspiranoico, pero no me podrán negar que ese sentimiento transmitido de padres a hijos convirtiendo la política en un tabú que no podía ser pronunciado en público ha sido decisivo para que hoy, sistemas educativos aparte, haya jóvenes que no sepan ni el número de diputados que tiene el Congreso ni a qué dinastía pertenecía Adolfo Suárez.

Entiendo que quienes sufrieron los males de una guerra y la posterior dictadura, que quienes perdieron a sus familias por el mal uso de “la política” o quienes vieron en la transición una oportunidad de calma tras cuarenta años de tensión no quieran hoy saber nada de rojos, azules, verdes o amarillos. Lo malo de esto es que las generaciones que solo hemos conocido esos tiempos en las aulas hemos heredado inconscientemente un sentimiento de rechazo a la herramienta que rige nuestras vidas y estipula nuestras libertades que se ha acabado convirtiendo en una carta blanca para cuatro aprovechados que hacen y deshacen a su antojo.

Lo cierto es que el Parlamento Europeo, ese que desde el Mediterráneo parece tan lejano, es la institución que más incide en nuestra vida diaria, más incluso que nuestro ayuntamiento. Desde Europa llegan las directrices para diseñar, aplicar o eliminar políticas que nosotros pensamos que salen de nuestros gobiernos, centrales o autonómicos, pero lo cierto es que no; en infinidad de materias la “sede de nuestra soberanía” no es más que una rueda de transmisión de órdenes que vienen desde un poco más arriba. Y luego nos pasa que entre el desinterés natural y el desinterés provocado, parece que desde Europa se gobierna para los europeos pero de espaldas a estos.
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