Hace unas semanas nos animaron en clase a participar en un mural que el Centro Adscrito de Trabajo Social de la Universidad de Almería realiza cada año con motivo del 25 de noviembre, día contra la violencia de género. En ediciones anteriores no quise participar debido a los tintes asistencialistas y tópicos que solían englobar, pero este año, a tratarse de una práctica de clase obligatoria, decidí no renunciar a mis pensamientos y participar de la forma en la que mejor veo conveniente.
Estoy cansado de que cada 8 de marzo se tire de tópicos para tratar de evitar hablar sin tapujos de la verdadera lacra que causa la violencia machista: un sistema patriarcal que desde pequeños nos impide ser lo que la sociedad no quiere que seamos. Un sistema que, entre otras muchas cosas, relega a la mujer a mera comparsa de un hombre rudo e insensible, que adscribe comportamientos a cada género y que margina y estigmatiza a quienes viven su vida en libertad y sin complejos.
La violencia de género no acabará con camisetas naranjas colgadas en la C/ De las Tiendas. Tampoco lo hará por más millones que las administraciones públicas asignen a campañas en las que vemos a actrices maquilladas con ojos morados o levantando un teléfono. La violencia de género acabará cuando las personas, al margen de nuestro sexo u orientación sexual, decidamos dar valor y respetar la diversidad y hagamos que masculino y femenino sean términos secundarios que diferencien genitales, y no personas ni formas de ser.
Soy hombre. Soy feminista. Quiero una igualdad que respete la diversidad.
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