jueves, 6 de junio de 2013

De la red a la realidad

Los españoles tendemos a quejarnos mucho. En muchas ocasiones con razón, si, pero nos quejamos mucho. Nos quejamos en los pasillos de la universidad, nos quejamos en la cola de la pescadería, nos quejamos en el ascensor cuando subimos a un piso lo suficientemente alto como para que la genérica conversación del tiempo que hace no cubra toda la subida...

Con el paso a la tecnología, nos empezamos a quejar en las redes, y vaya que si nos quejamos: en facebook, en twitter, comentando en páginas de noticias... Y ojo, que creo que una sociedad crítica es urgente y tremendamente necesaria, pero también creo que en demasiadas ocasiones nos vamos a lo fácil; nos quejamos para desahogarnos, pero no usamos las herramientas a nuestra disposición para que la queja se transforme en un medio de cambio de lo que nos parece que está mal.

El caso es que el sábado pasado entré a la biblioteca Francisco Villaespesa, y me encontraba con la noticia de que otro año más volvían a reducir el horario a la mínima expresión posible para ahorrarse contratar a suplentes en las vacaciones del personal. Aunque tengo que reconocer que hacía cerca de un año que no iba a estas instalaciones a estudiar, saber que por tercer año consecutivo los estudiantes almerienses iban a ver reducidas a 5 horas al día 5 días a la semana el tiempo que podrían dedicar al estudio en un edificio público destinado a ello me cabreó bastante, sobretodo teniendo en cuenta el discurso anti-recortes de los partidos del actual gobierno andaluz y su compromiso, más de titular que otra cosa, con la educación pública.


Y entonces recordé una conversación con una buena amiga. Un día me contaba que empezó a poner quejas cuando recibía un mal servicio (entiendo que no solo en las administraciones sino en cualquier establecimiento) porque su madre le animó a ello. Lo ilustró en su momento con algo así como "No me calientes la cabeza: pon una reclamación". Tras recordar esto, analicé lo que había hecho; había criticado en twitter que la biblioteca fuese a cerrar las tardes de verano, pero no había hecho nada más.

Acto y seguido me dispuse a poner una reclamación. Me costó un par de viajes debido a que el personal no tenía claro donde se encontraba el libro. Tras una llamada y la amabilidad de las trabajadoras (todo hay que decirlo) subí a la tercera planta y pedí el libro. De nuevo la administrativa no sabía donde se encontraba, pero de nuevo, tras una llamada y unos segundos de espera, me encontraba ante el libro de quejas, sintiendo que había hecho "algo más" que lo que habitualmente hacía.

Y entonces me pregunté, ¿Por qué somos así las personas? ¿Por qué tenemos miedo a lo oficial? ¿A poner nuestro nombre y apellidos a una idea que realmente pensamos? Mi queja era la número 40 de un libro que parecía tener muchos años. ¿Tan pocas personas habían pensado antes en pedir que algo que estaba mal cambiase?


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